viernes, 16 de octubre de 2009

TRISTIA


BARTOLA Y GENARO

Bartola y Genaro formaban equipo con su mentora. Llegaron al instituto con algún complejo de superioridad o de inferioridad, o quizá con los dos al mismo tiempo. Se van a enterar, decían. Con sus supuestas perfecciones hacían de las suyas. Que un alumno escribiera en la pizarra los nombres de los que habían hablado cuando la profesora salía del aula. Que otro alumno le dijera a su tutor el nombre de los profesores que dejaban ir al servicio a los alumnos. Otras faenas eran poner a los padres por medio para que se quejaran de un determinado alumno al que algunos profesores estaban intentando ayudar. Llevar la contraria sistemáticamente a cualquier iniciativa que no proviniera de ellos. Quisieron hacerse los profesionales a base de oficio, pero cayeron en un automatismo que los convirtió en muñecos diabólicos. Se atrevían a intimidar a otras compañeras, amparados en su grupúsculo, porque de uno en uno eran más cobardes que una pelusa de esas que se meten debajo de la cama. Rehuían entrar con naturalidad en la sala de profesores. Genaro se refugiaba tras el periódico y Bartola preguntaba por alguien. A la hora de las evaluaciones intentaban manipular las notas y presionar a los profesores de manera descarada. Les gustaba apelar a la mano dura y a la retórica acusica. No querían compartir sus informaciones, se prestaban a favoritismos, secretismos y trucos que a la larga se convertían en sus propias trampas. Eran astutos como zorras y falsos como frutas de papel. Al cabo de un tiempo empezaron a sentirse incómodos, se quedaron solos y entre ellos surgió el resquemor porque no eran trigo limpio. La mentora, que sabía algo más y tenía más conchas que un galápago, fue aprendiendo y adaptándose, lo que Bartola y Genaro vivieron como una traición.