sábado, 25 de noviembre de 2006

Yo no tengo televisión


Sin menospreciar a uno de los mejores mass media, la autora se muestra crítica con el abuso de la televisión





YO NO TENGO TELEVISIÓN

La televisión ocupa, en nuestro país, parte del treinta por ciento de los años de vida de la gente que ha llegado a los noventa. A medida que la edad de las personas disminuye ese porcentaje aumenta hasta tal punto que los españoles que tienen veintiséis o algunos añitos más han nacido en el seno de una familia con televisión.
Yo tengo treinta y nueve años y me acuerdo de cuando compramos la tele y de la ilusión que nos hizo. Acontecimiento semejante fue vivido prácticamente en todos los hogares españoles y ha sido plasmado en la literatura[1], ya forma parte de nuestra tradición folclórica.
Actualmente la televisión padece de apendicitis, sus posibilidades han crecido, pues el vídeo facilita que cualquier sobrina meriende con El Rey León, que Juanjito haya visto treinta veces La Sirenita y que en el I.E.S. pudiéramos proyectar simultáneamente, en varias aulas, La lista de Schindler, para cientos de alumnos, con los que tratamos el tema transversal de “Educación para la Paz”. La televisión y el vídeo ponen al alcance de cada vecino aquella posibilidad de la cólera del español sentado[2], deseoso de ver en una representación teatral desde el Génesis hasta el Apocalipsis, con la ventaja de no tener que salir de casa, ni siquiera levantarse de su sillón, que para eso está el mando a distancia. El vídeo permite marcar un poco el horario, parar, repetir, saltar. La televisión, por su parte, impone un ritmo frenético, no para, no te deja ni pestañear. La televisión padece el “horror vacui”, si no la apagas, sigue y sigue, mezclando berzas con capachos, como sospechaba Sancho Panza de aquel moro autor del Quijote, según Cervantes[3]. La televisión obliga a ver y oír aunque no mires ni escuches. Todo ello en un piso de unos sesenta metros cuadrados, donde difícilmente se puede librar de ella algún miembro que desee realizar otra actividad: tocar la siringa, recitar poemas, leer a Lucrecio o mirar a las musarañas, pongo por caso. Cuando ocurre que el aparato se avería, se altera la vida de la familia, porque una casa puede estar sin lavavajillas, pero no puede estar sin televisión. Entonces se recurre al técnico como si fuera el Cristo de los milagros y éste se solidariza y llega a trabajar un sábado por la tarde. Bueno, también me parece que existe servicio de urgencias, según rezan esas pegatinitas que me invaden el buzón. ¿Por qué nos tragamos pacientemente listas de espera de medio año para que nos operen en la seguridad social, y sin embargo, somos capaces de arreglar nuestra tele en cuestión de horas? El tiempo que tarda en arreglarse el aparato es menos propicio aún para el desarrollo de otras actividades, crea un vacío que provoca un vagar insoportable de los miembros de la casa.
La tele necesita su espacio como nosotros necesitamos el nuestro. La maltratamos al colocarla en un lugar donde está condenada a funcionar sin que nadie le haga caso gran parte del tiempo que permanece encendida. Si la tele tuviera su cuartito, no quemaría su juventud inútilmente, podría durar cuarenta años y así llegar a la categoría de antigüedad, alcanzar la dignidad que le corresponde como uno de los mejores inventos que la humanidad ha conseguido. ¿Acaso no has visto, amable lector@ , esos candiles, gramófonos y radios antiguas que adornan elegantes salones? Y sin embargo ¿a quién se le oculta esa chirriante imagen de no uno, sino varios televisores y televisioncitas, todos ellos de menos de veinte años, revueltos y abandonados en las casas de pueblo, a las que sólo van los mamones de turno, en verano, a comerse los torreznos en aceite y a reírse de las televisiones de su suegra? Vamos, que no hay conciencia. Si la tele estuviera en su cuartito, no estaría tan sometida al abuso. Cada uno tendría que entrar a solicitar su servicio cuando fuera menester, el acto de ver la televisión sería más voluntario que meramente mecánico. En cambio, actualmente podría decirse que vivimos como una situación cuasi incestuosa con la televisión, que resulta estomagante.
A menudo oigo hablar muy mal de la televisión, incluso me han dado pretenciosa propaganda impresa, a la puerta de San Isidro, en la calle Toledo de Madrid, calle tan viva en Galdós, donde en clave fundamentalista se atacaba al medio. Nuestra sociedad ha aprendido mucho de las películas de los usacas. Me sorprende el cambio de actitud que hemos tomado en muchas de nuestras costumbres. Ante un hecho tan en carne viva como los divorcios, que casi siempre enredan una tragicomedia, vamos siendo capaces de observarlos con más tranquilidad y distanciamiento. Recordemos el esfuerzo didáctico que le costó al ministro Fernández Ordóñez el plantear una ley de divorcio entre católicos y apostólicos.
Yo no tengo televisión porque no tenía un cuartito para ella y cuando me di cuenta había aprendido a vivir de otra manera, porque yo estudio filosofía.
Me gusta el derecho de antena para los sindicatos, que tengan su espacio televisivo para explicar y debatir lo que verdaderamente nos interesa, nos preocupa, nos divierte, nos enseña. Países como Portugal disponen de este derecho de antena.
En fin, es deseable que la tele no nos mire como aquel ojo que pintábamos en un triángulo en la escuela y que no sabíamos muy bien por qué, sino que nosotros veamos la tele cuando nos dé la gana, que por eso somos.


[1] Podéis disfrutar de un magnífico texto sobre la llegada de la televisión al bar del pueblo en la obra de Julio Llamazares Escenas de cine mudo.
[2] De esta afirmación relacionada con El arte nuevo de hacer comedias de Lope de Vega nos hablaba mucho en clase Martín Recuerda.
[3] Si os leéis el capítulo tercero de la segunda parte del Quijote, estaréis en posesión de importantes claves de la obra.

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